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Columna de Opinión: La crisis europea

Paulina Astroza Suárez

Académica de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Concepción.
Integrante del Programa de Estudios Europeos y responsable del módulo Jean Monnet de la Comisión Europea (desde Bruselas)
Indudablemente, la crisis por la que atraviesa actualmente la Unión Europea –y Europa en general- es la más grave en los más de 60 años del proceso de construcción europeo. La experiencia más exitosa de integración hoy está viviendo una verdadera crisis existencial, que va más allá de lo que dicen las negras cifras económicas. En estos malos momentos se ponen a prueba los cimientos sobre los cuales se ha creado una institucionalidad que ha sido admirada y criticada en todos los rincones del planeta.
Lo que algunos especialistas consideran consecuencias de la crisis de 2008 que comenzó en los EE.UU. con la caída de Lehmann Brothers, se ha transformado en una crisis mayor en la UE. Con países intervenidos (Grecia, Irlanda, Portugal y desde ayer España), con niveles récords de desempleo –como lo demuestran las terribles cifras españolas, especialmente en el segmento de los jóvenes-, con planes de ajustes en todas partes, bajos niveles de crecimiento y algunos en estado de franca recesión, lo que puede parecer económico rápidamente adopta ribetes políticos y sociales.
En el fondo, esta crisis desveló las debilidades de funcionamiento de la Unión Monetaria, la que se encontraba incompleta al no contar con una integración también a nivel fiscal, bancario y presupuestario. Desde sus comienzos, esta situación de construcción incompleta fue criticada, pero se adoptó en un momento –fines de los años ’80- como un acuerdo entre los entonces miembros de las Comunidades Europeas. Las ampliaciones posteriores vinieron a hacer más compleja aún la gestión de las instituciones al aumentar hasta 27 el número de sus socios (de la UE) y a 17 los miembros de la Eurozona. Esto implica una voluntad mayor a los consensos (pese a las modificaciones que se han hecho a los Tratados constitutivos especialmente luego de la entrada en vigencia del Tratado de Lisboa y que exige en varias materias mayoría calificada y no unanimidad) y una lentitud en la toma de decisiones, que está siendo fatal ante los ataques de los mercados, que urgen medidas inmediatas.
Pero también se trata de una crisis política y de liderazgos. Más de 18 cumbres del Consejo Europeo (reunión de los Jefes de Estado y de Gobierno de los 27 miembros de la UE más el Presidente de la Comisión Europea) han defraudado a aquéllos que desean decisiones y medidas fuertes para defender el euro y la propia integración. Conocidos son los debates que se han planteado entre las estrategias a adoptar. Algunos, como férreamente lo ha sostenido la Canciller alemana Angela Merkel, han dicho que lo que se debía hacer para salir de esta crisis era adoptar medidas de ajuste y recortes, para disminuir los déficits públicos y las deudas soberanas. Así, los planes exigidos por la UE a Grecia, Portugal –y en menor medida Irlanda- han sido draconianos y han llevado al estrangulamiento de la economía, sobre todo griega. Otros, en cambio, hace bastante tiempo que han insistido en el cambio de estrategia y propugnan medidas a favor del crecimiento y la generación de empleo, no descuidando la responsabilidad fiscal. En este “gallito” parece que las cosas cambiaron hace unas semanas. Fundamental en este cambio fue la elección del socialista François Hollande en Francia, que apoyó en el último Consejo Europeo celebrado en Bruselas las peticiones de Italia y España, logrando concesiones de parte de Alemania. En dicho Consejo se adoptaron decisiones más claras en orden a profundizar la integración fiscal, bancaria y presupuestaria, incluso avanzando en la integración política. Sin embargo, las decisiones posteriores del Banco Central Europeo pusieron en duda dicha voluntad, lo que se tradujo en una fuerte caída de las bolsas y el aumento de la prima de riesgo de España, llegando a valores insostenibles. Producto de lo anterior, España finalmente solicitó el rescate de su banca y desde ayer se encuentra intervenida por la UE, dándose a conocer el memorándum de las condiciones de dicho rescate.
Preocupante en este escenario han sido las consecuencias –y causas- políticas de la crisis. Varios gobiernos han caído, sin importar su signo político. Así, por ejemplo, en las elecciones anticipadas de España, el PSOE de Rodríguez Zapatero sufrió una derrota humillante a manos del conservador PP de Mariano Rajoy; el italiano Silvio Berlusconi se vio obligado a renunciar dando paso a la constitución de un gobierno de carácter tecnocrático liderado por Mario Monti; en Grecia, luego de dos intentos, se logró in extremis formar gobierno entre tres grandes partidos pro integración; en Francia, el conservador Nicolás Sarkozy del UMP perdió su reelección ante el poco carismático pero cada vez más sorprendente socialista François Hollande, en el que ha recaído –justificadamente o no- la esperanza de muchos de poder convencer a Merkel de abandonar la política de extrema austeridad que está llevando al agravamiento de la crisis.
Por otro lado, lo más preocupante desde mi punto de vista es el reforzamiento de los nacionalismo en todos los países de Europa, que han llevado en varios de ellos a la elección de diputados de partidos de extrema derecha. Como si algunos sufrieran períodos de amnesia política, se olvidan lo que han significado para este continente las ideologías nacionalistas extremas. Así, en Grecia el partido nazi “Amanecer Dorado” obtuvo cerca del 7% de los votos, entrando por primera vez en el Parlamento de ese país. En Francia, Marine Le Pen, del Frente Nacional (FN), obtuvo un no despreciable 20% de los votos y si bien no pasó a la segunda vuelta presidencial, logró que su partido lograra entrar –también por primera vez- a la Asamblea Nacional con dos diputados (uno es su sobrina y nieta del fundador del FN, Jean Marie Le Pen). Mismo fenómeno se ha observado en otros países como Finlandia, Bélgica, Holanda, Hungría.
También en períodos de “vacas flacas” en Europa, el sentimiento euroescéptico o derechamente antieuropeo aumenta. Por un lado, hay quienes sienten que la UE no ha logrado cumplir con sus valores constitutivos de paz, prosperidad y bienestar social. Que si bien han logrado las últimas décadas uno de los mayores períodos de paz en el continente (con la trágica excepción de los Balcanes), la prosperidad y bienestar social están sufriendo embates duros que se ha traducido en recortes al Estado de Bienestar de muchos de ellos. Si bien es cierto que los modelos de Estado de Bienestar en países del norte (especialmente los nórdicos) se mantienen incólumes y han logrado sortear con éxito la crisis, los del sur están siendo testigos del desmantelamiento acelerado de éste. Basta con leer la prensa española estos días para ver lo que para el ciudadano “de a pie” está significando el ajuste estructural. Después de todo, las crisis tienen cara y rostros y son ellos quienes sienten desilusión por lo que se está viviendo. Un sentimiento de impotencia ante los ataques de los “mercados” y de ver cómo, por otra parte, los que más tienen siguen ganando en tiempos complicados sumas escalofriantes (basta ver los montos de las indemnizaciones, primas y bonus de los ejecutivos de los bancos, grandes responsables de la crisis actual). Por otro lado, siempre han existido quienes ven en la integración una amenaza a la soberanía, entendida ésta como la máxima expresión del Estado-nación. Para éstos, cada avance en la profundización de la integración es mirado como un ataque a la existencia misma del Estado. Así, importante sectores británicos, franceses, daneses o austríacos lo hacen notar cada día. Sin ir más lejos, las complicaciones para gobernar que actualmente vive el Primer Ministro David Cameron –él mismo un euroescéptico moderado- deriva del hecho que su gobierno es producto de una coalición con los Liberales-Demócratas (liderados por Nick Clegg), quienes son eurófilos reconocidos. Así, Cameron debe lidiar con díscolos al interior del Partido Conservador, que presionan incluso por la realización de un referéndum que decida su exclusión de la UE.
Esta no es la primera crisis que la UE vive. Su propia historia está llena de tensiones, crisis y obstáculos, pero sin duda ésta es la más grave, por los alcances que ha revestido. No sería raro que, una vez más, los europeos lograran salir de esta situación pero en esta ocasión será con grandes costos los que, se espera, se traduzcan en grandes avances. Claramente, en todo caso, la salida no será inmediata y deberán continuar piloteando una nave cuyo destino sigue siendo impredecible.
La UE no será la misma después de esta crisis. Si se avanza en la construcción de “más Europa”, que es lo que espero, ésta saldrá reforzada. Mi duda es si en ese caso los miembros seguirán siendo los 27 actuales (28 con el ingreso próximo de Croacia) o serán menos. Tal vez se concrete la “Europa a dos velocidades” que se teme o la de los “ricos del norte” y los “pobres del sur”, que sería aun más lamentable. Difícil es predecirlo, pero no deben olvidar los europeos en estos momentos complicados todos los beneficios, ganancias y avances que la integración ha significado para el continente, sus países y su estándar de vida. Seis décadas de camino recorrido en conjunto en un continente de paz y prosperidad es un tremendo logro que desde otras latitudes miramos con admiración y cierta envidia. ¡No lo echen a la borda!