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El debate Dawkins-Williams y la necesidad del diálogo entre ciencia y fe

El 23 de febrero pasado se realizó lo que el diario El Mundo de España llamó "Batalla dialéctica en Oxford" entre la ciencia y la fe. Era el debate entre el biólogo evolutivo Richard Dawkins y el arzobispo de Canterbury, Roger Williams, del cual se pueden sacar algunas lecciones.
En efecto, más allá de postulados en pugna sobre el origen del universo, así como del estatus del ser humano que cada óptica anuncia, es interesante rescatar algunos aspectos de la discusión que son una buena lección para el mundo académico y social, especialmente si se acepta la fórmula de Ortega y Gasset respecto de la Misión de la Universidad, según la cual  la formación del estudiante universitario se construye en base a cinco sectores del conocimiento: la imagen física del mundo, la imagen biológica, la idea de lo social, el sentido de la evolución histórica y la perspectiva del universo o filosofía.
El desafío, entonces, es ver y explorar en cada ámbito de la formación la posibilidad de abrirse a los otros sectores para lograr tener una imagen integrada del sentido de la realidad. A mi entender, tanto Richard Dawkins como el arzobispo de Canterbury son un buen ejemplo de lo que se señala, puesto que  -y entendiendo que ambos ofrecen perspectivas opuestas- existe en el debate un ejercicio que actualiza la demanda por una formación que se atreve a integrar posiciones divergentes sobre el origen de la vida: una eminentemente racional. que hace descansar en el dato biológico-físico toda explicación que pretenda estatus de verdad y otra, el factor de la fe, que hace descansar en la confianza puesta en Dios el sentido de verdad de la realidad humana.
Lo valioso de la discusión entre ciencia y fe no sólo radica en mostrar ópticas distintas, sino también en indicar aquello que solicita y permite el coloquio entre ambas. Sin duda que se necesita de espíritus dispuestos a dejarse tocar por la argumentación racional científica y teológica, así como por tipos de argumentación que se instalan y aceptan según circunstancias de tiempo y espacio; es decir, culturales, pues el modo como se argumenta tiene su justificación en una cultura que hoy claramente no sólo lo permite, sino que lo ve como una exigencia moral.
El diálogo, además, es una muestra de lo que la humanidad es hoy en día; vale decir, el resultado de una relación a veces sincrónica entre ciencia y fe, pues a pesar de la crítica ácida que a veces contamina la conversación entre ambas, siguen siendo ambas necesarias para saber y dar a conocer lo que se entiende por realidad humana.
Pero, ¿cómo es posible tal coloquio? En el caso específico de Richard Dawkins y el arzobispo Williams, quizá porque en ambos existen una serie de condiciones que lo hicieron posible. Entre ellas está la apertura; es decir, lo que constituye el factor que hace posible todo conocimiento: saber que de algo se carece y que, por tanto, nos exige salir de nosotros mismos en búsqueda de una respuesta.
El tema de la respuesta está condicionado por una intencionalidad determinada, que de un modo u otro la prefigura. En este sentido, la óptica con la cual se estudia la realidad está definida antes de la mirada. El problema del debate, por tanto, es más complejo aún, pues descansa en ciertos presupuestos ideológicos que no por limitar la mirada niegan la verdad. De ahí que el factor de la tolerancia como condición de todo diálogo sea la clave, ya que permite entender que hay otras consideraciones esenciales que determinan la mirada del otro; es decir, del interlocutor, y que si bien no se comparten, sin embargo se reconocen como partes de un complejo sistema cultural que concluye en la definición de humanidad.
En este sentido, lo que Richard Dawkins y el arzobispo de Canterbury hicieron el 23 de febrero fue discutir para encontrar respuestas o reafirmar las existentes, todo en fidelidad a una exigencia moral que nace desde la propia disciplina, y por tanto, del hacer mismo de la ciencia como de la teología.
Dr. Rodrigo Pulgar
Departamento de Filosofía