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Columna de opinión: Arte y espacio público

Sandra Santander Montero
Escultora
Curadora de la Casa del Arte
Toda forma de expresión artística emplazada en el espacio público supone la creación de nuevos referentes, enriquecedores y generadores de una compleja trama de interrelaciones entre el hombre y su entorno. Entre los factores que operan en este contrapunto están su significado y su relación con el paisaje, el clima, la arquitectura (rural o urbana), el acervo cultural, la tradición, etc. De la concordancia de buena parte de ellos dependerá la fundación de una relación entre obra y habitante. Éste es el principal interlocutor que, estimulado por la presencia de obra, se dispondrá a descubrir, leer o imaginar, para asimilarla e incorporarla a su catastro de imágenes reconocibles e identitarias de su tiempo y lugar.

Estas obras, escultóricas o pintura mural la mayoría, poseen características metamórficas en su diseño cuando ocurre la participación del espectador, léase: la fotografía recordatoria en el caso del monumento histórico, o la participación activa en el caso de las obras más contemporáneas, cuyo desarrollo espacial permite al visitante entrar en su materialidad, estar, jugar o subir, para “vivirla” de manera lúdica e inclusiva. Estas dos experiencias harán que paulatinamente la obra se incorpore a un determinado lugar y al imaginario colectivo de una comunidad.

En todas ellas, la obra original, tal como fue concebida, debiera permanecer intocada, esto es, fiel al espíritu y a las condiciones materiales y conceptuales que la crearon. Sabido es que nuestra realidad lamentablemente dice lo contrario. Innumerables son las obras de nuestro entorno que se encuentran intervenidas por manos anónimas, descuidadas de sus más elementales condiciones de mantención, algunas incluso definitivamente olvidadas. Una parte de nuestra comunidad piensa equivocadamente que lo puesto en el espacio público, en lugar de ser de todos parece ser de nadie, entonces -si es de nadie- se le puedo rayar, intervenir, transformar y -¿por qué no?- también destruir.

La impronta del hombre, su competencia y su mal comprendida facultad para alterar el entorno, natural o cultural, algunos creyendo que con ello contribuyen al progreso, parece ser una constante de nuestro tiempo. Esto resulta más preocupante aun cuando esa idea se instala en las instituciones públicas, las que generalmente son las gestoras o patrocinadoras de proyectos de arte y arquitectura, las responsables de armonizar el espacio común y su habitabilidad, de velar por el correcto uso de esos bienes, de perfilar el tejido urbano de características determinadas, de cuidarlos para permanecer y de construir nuestra historia común. Son por tanto, sus guardadores naturales, pero a ratos terminan cruzando y superponiendo sus propias prioridades, generando confusión y malentendido en cuanto a su rol y modelo de gestión.

Nos queda mucho camino por recorrer en esto de vivir en comunidad, mucho por enseñar y aprender, y sobre todo aprender, para respetarnos y querernos, para encontrarnos y reconocernos en esos espacios comunes, los de todos, en un encuentro fundado en el respeto, sentido de pertenencia y valorización del otro.